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William Blake escribió alguna vez que cuando los hombres y la montaña se encuentran, suceden cosas grandiosas.

Y es verdad, en la montaña todos los días suceden cosas grandiosas a todas las personas, cosas fantásticas, casi increíbles. Allá en las alturas, todo es tan intenso, tan “esencial”, que la vida se va transformando a cada paso que se da, cuando se vence al miedo y las dificultades del camino, cuando la experiencia te dice cómo identificarlos y qué hacer. Cada paso se vuelve una batalla ganada. En la montaña no hay árbitro o juez que juzgue o evalúe la condición o la técnica. La prueba es siempre personal y el no pasarla puede realmente suponer alguna tragedia.

¿En qué otra actividad tan mágica-mítica religiosa- deportiva hay tanta vida tan cerca de la muerte y tan llena de enseñanzas de grandeza y humildad?

Cuando se está a esas alturas se ponen a prueba los límites del talento y el valor, las experiencias aquí ganadas son invaluables; con el tiempo se aprende a mantener un equilibrio emocional bajo la constante presión, a manejar las situaciones y a vencer los obstáculos. Es entonces cuando se superan los miedos, el miedo real y el miedo fantasma.

El miedo fantasma es el que tenemos a lo desconocido y se nos presenta cuando no sabemos qué hay más allá; y la montaña, como el camino, de formas oscuras y misteriosas, nos descubre su faz y un recital de vivencias llenas de peligro en los confines de la tierra y la vida pasa por nuestros ojos. El miedo real es el que nos muestra nuestras situaciones límite y saca por su otra mitad la otra cara de la moneda, el valor. Entonces, el enfrentar esas situaciones límite, los extremos agotamientos, los miedos y la lucha eterna contra el mal de altura, se convierte en la lucha del espíritu para lograr su propia trascendencia; sabiendo que realizó algo increíble, siente esa aproximación a lo “sobrenatural” que todas las personas que buscan también su trascendencia, consideran desde sus sentidos.

Cuando los montañistas hablan de la “línea de la montaña” se refieren al trayecto que se sigue sobre su faz para llegar a la cumbre. La línea de la vida de todas las personas, cuando deciden cumplir con su misión, parece una montaña, al camino que se sigue en la montaña; es un camino donde el miedo es real y es fantasma y nos persigue cada paso, sólo que en la vida no hay cumbre ni final y no sólo en su sentido literario, la vida pasa porque pasamos, no hay final sólo el camino. Y esto último puede que sea lo más importante. A lo mejor es por eso por lo que me gusta tanto el montañismo. Ahí el camino es uno de los más difíciles y uno de los más hermosos, al andarlo se tiene la promesa de un final y de una cumbre, aunque esto no sea lo verdaderamente importante. Sí, el mejor montañista del mundo no es el que tiene más cumbres o las más altas y difíciles o más técnica, el mejor montañista del mundo es el que más disfruta la montaña, también el que más aprende en su caminata.

Al final, en el verdadero final, lo único por lo que realmente importaremos será por lo que pretendimos e hicimos. El camino es la montaña de nuestro día entero, de nuestra vida entera y hay que aprender a andarlo con virtud y honor, como patrimonio del alma ganado a fuerza de brazo y con el digno ejercicio de la vida. Aunque la verdadera clave para entender al montañismo no está en el camino hecho, sino en el regreso, es decir, después de vencer el miedo y los obstáculos, por algún lugar peligroso y sentir la muerte tan cerca, entonces, sólo después de recuperarse y vencer la ansiedad, se siente como si se nos hubiera dado una segunda oportunidad, como si se volviera a nacer y empezar todo como si fuera por primera vez.

Es en este estado donde comprendemos que el estar vivo es el mayor regalo que nos fue dado y el regresar a casa se vuelve la verdadera cumbre. La lección de esta vida llena de altura y belleza es haber ganado la confianza al perseguir, vivir y sobrevivir los sueños y las ilusiones, no importa donde se esté parado.

– Javier Flores – Experiencia y Aventura.

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